La mantilla, según el Diccionario de Autoridades, es: «La cobertura de bayeta, grana u otra tela, con la que las mujeres se cubren y abrigan; la cual desciende desde la cabeza hasta más debajo de la cintura» (1732). Actualmente el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española la define como: «Prenda de seda, blonda, lana u otro tejido, adornado a veces con tul o encaje que usan las mujeres para cubrirse la cabeza y los hombros en fiestas y actos solemnes».
La costumbre femenina de cubrirse la cabeza viene de tiempos remotos. Las damas de Elche y Baza, esculturas íberas realizadas hacia el siglo VI a. C., lucen velo y peineta. Posteriormente, a lo largo de la Edad Media se siguieron utilizando en la Península Ibérica diferentes tipos de tocados para cubrirse la cabeza. Su uso se generalizó desde el siglo XVI siendo extensivo a todas las clases sociales; junto al rosario y el abanico, la mantilla era un atuendo obligado para salir a la calle ya que solamente las solteras podían llevar la cabeza descubierta, aunque lo normal era que también la usaran al igual que las niñas pequeñas. No fue hasta principios del siglo XVII cuando se extendió su uso, y evolucionó para convertirse en pieza ornamental del vestuario femenino, sustituyéndose el paño por los encajes como así lo atestiguan algunos cuadros del pintor sevillano Velázquez. Sin embargo, su uso no se generalizó entre las mujeres de alta posición hasta bien entrado el siglo XVIII tal como se aprecia en numerosos cuadros de Francisco de Goya.
Su evolución se vio influenciada por diferentes factores de tipo social, religioso, e incluso climático; condicionando estos últimos el tipo de material utilizado para su confección. En la zona norte se empleaban tejidos tupidos con el fin de servir de abrigo; generalmente paño, llegando a veces a completar su elaboración con terciopelo, seda o abalorios. En la zona sur los materiales que se empleaban eran más finos y ligeros, dado que su uso se limitaba a proteger del sol o servir como elemento decorativo del vestuario femenino. Su decoración se elaboraba con cuidado en ambas zonas, siendo las de diario más sencillas que las de “fiesta”.
Para su confección se utilizaban todo tipo de tejidos más o menos ricos dependiendo de la capacidad económica de su poseedora, desde vastos linos a finos paños y bayetas, pasando por la franela, la sarga, el tafetán, la gasa, el raso o la seda; a veces una misma prenda se confeccionaba con distintos tejidos uno para el anverso y otro para el reverso, por ejemplo mantillas de raso forradas de tafetán incluso de colores diferentes. Para sujetarla se usaban frecuentemente broches de plata. Las damas con posibles tenían varias mantillas, y aunque nos parezca sorprendente, los colores de moda en la época eran intensos. Entre los más comunes estaban los llamados carmesí, color de fuego, encarnado, color de ámbar y el verde. El efecto de las mujeres luciendo mantillas de tan vivos colores debía ser de lo más llamativo. A mediados del siglo XVIII se impusieron los tonos pastel, típicos del Rococó como el rosa o el celeste y hacia 1790 se comenzó a tender hacia el blanco o el negro, siendo la muselina, tela de algodón muy liviana que provenía de La India, la gran protagonista.
Para enriquecer la mantilla normalmente se guarnecía con encajes blancos o negros por lo que su precio se disparaba ya que la labor de los bolillos se realizaba exclusivamente a mano. Durante el siglo XVIII se produjo la gran eclosión del encaje, fue una moda que causó furor siendo los más apreciados las blondas francesas y los de Bruselas aunque también en España se elaboraban de gran calidad, sobre todo en Valencia y Cataluña. No solamente se guarnecían las mantillas con encaje sino también con hilo de plata o con galón de oro. Las más económicas que se han encontrado en las cartas de dote eran las de bayeta, su precio podía rondar los 10 reales, las de raso o seda estaban entre los 60 y 200 reales, pero sin duda las más caras eran las de encaje de blonda francés, por ejemplo una mantilla de gasa negra a rayas guarnecida con blondas anchas de Francia costó 895 reales, una cifra verdaderamente elevada.
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