lunes, 10 de marzo de 2025
Capítulo Cuarto
Capíluto cuarto.
Contexto histórico y sátira:
La España de 1802 estaba en declive, con Carlos IV como rey débil y Godoy como figura impopular. En 1808, Napoleón invadiría España, destronando a los Borbones. El texto anticipa esta caída: la reina pierde dientes (autoridad), Godoy evade conflictos (gobernar con astucia vacía), y la nobleza solo cosecha chismes. La mención de "cobardes" al final alude a la futura abdicación de Carlos IV tras el Motín de Aranjuez (1808), liderado por sus propios cortesanos.
GACETILLA DE SOCIEDAD
PALACIO REAL DE MADRID, AÑO DEL SEÑOR DE 1802
Si la política de España se decidiera entre sedas y polvos de arroz, el tocador de la reina María Luisa sería el verdadero consejo de ministros. En aquella estancia, donde el perfume de ámbar apenas disimulaba el hedor de la traición, se congregaron ayer tres damas de armas tomar: la reina misma, la duquesa de Alba y la duquesa de Osuna, esta última flanqueada, como de costumbre, por sus famosos perros-fraile, más adornados que los propios cortesanos.
La reina, envuelta en encajes y rumores, observaba su reflejo con la satisfacción de quien no teme a los espejos, pero sí a las malas lenguas. “¿Os habéis enterado, queridas? Dicen que he perdido otro diente”, comentó con un gesto de mofa. “¡Calumnias! Yo misma me lo arranqué para no darles ese placer.”
La duquesa de Alba, que podía presumir de muchas cosas menos de sutileza, esbozó una sonrisa maliciosa. “Ah, Majestad, no os preocupéis. Lo importante no es la dentadura, sino la mordida. Y vos seguís siendo la más temida de palacio.”
La duquesa de Osuna, siempre más comedida pero no menos afilada, acarició distraídamente a uno de sus perrillos mientras añadía con dulzura envenenada: “Al fin y al cabo, Majestad, la lengua sigue intacta, y en esta corte es lo único que se necesita para gobernar.”
Mientras tanto, un enjambre de doncellas, abanicos y frasquitos de esencias orbitaba alrededor de las damas, atentos a cada palabra que pudiera valer su peso en escándalo. En un rincón, una costurera fingía coser mientras prestaba oído. En palacio, hasta los hilos tenían orejas.
La conversación pronto derivó hacia un tema inevitable: Godoy. La duquesa de Alba, con la ligereza de quien arroja un leño al fuego, preguntó: “Majestad, ¿es cierto que vuestro favorito ha adquirido una nueva villa? La envidia en la corte es insoportable.”
La reina, sin inmutarse, se ajustó una de sus pulseras enjoyadas. “Querida mía, los envidiosos son como las pulgas: molestan, pero nunca matan. Además, ¿qué puede hacer una mujer sola en este palacio si no cuidar de sus amigos?”
La duquesa de Osuna reprimió una carcajada y miró a sus perros, que parecían más atentos a la conversación que muchos ministros. “Algunos dirían que vuestros amigos han tenido mucha suerte, Majestad. Quizás demasiada.”
Las risas discretas llenaron la estancia, mientras las doncellas, expertas en el arte de simular sordera selectiva, redoblaban sus esfuerzos en abanicar el aire cargado de intrigas. La reina, satisfecha con la velada, se levantó con la dignidad que solo otorgan los años en el poder. “Intrigas, queridas, siempre habrá. Pero los reyes no se derrumban por palabras, sino por cobardes.”
Y así, entre encajes, veneno y sonrisas de media luna, la corte de Carlos IV demostró una vez más que, en España, el verdadero juego de poder no se juega en los despachos, sino en los tocadores.
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Fue entonces cuando, al salir del tocador, la comitiva de damas se topó con un espectáculo digno de sainete: Manuel Godoy, con una sonrisa de suficiencia y una postura de falsa humildad, se encontraba en animada charla con Pepita Tudó, la hermosa y joven amante que le robaba suspiros y rumores por igual. Al verlos, la reina entornó los ojos y se detuvo en seco. Un silencio denso se apoderó del corredor.
La duquesa de Alba fue la primera en reaccionar, murmurando con deleite: “Ah, el gran valido en su momento de esparcimiento. Qué conmovedor.”
La duquesa de Osuna ocultó una sonrisa tras su abanico de encaje. “Dicen que la devoción a la patria exige sacrificios… aunque algunos parecen disfrutarlos demasiado.”
Godoy, siempre diestro en la política de la supervivencia, se inclinó con cortesía fingida. “Majestad, estaba simplemente asegurándome del bienestar de la señorita Tudó, que ha tenido un desvanecimiento. La corte puede ser tan sofocante.”
La reina, sin apartar la mirada de su favorito, se acercó lentamente. El pasillo entero contuvo el aliento. Pepita, con un instinto felino para la autopreservación, hizo una reverencia y se apartó con gracia. Pero antes de desaparecer, susurró lo suficiente para ser oída: “No os preocupéis, Majestad, el señor Godoy es generoso con todos.”
Fue en ese instante cuando la reina apretó los dientes… o al menos, los que le quedaban. Un sonido ominoso se escuchó en la estancia. “¡Maldición!”, exclamó, llevándose la mano a la boca. Entre la sorpresa y el furor, otro diente había decidido desertar.
El Marqués de los Guiñapos, que había llegado justo a tiempo para presenciar el desenlace, observó la escena con una mezcla de horror y fascinación. “Ah, Majestad, permitidme deciros que en la política, como en la vida, lo importante no es lo que se pierde, sino lo que se calla.”
La corte, entre bochornos y murmullos, se disolvió con la rapidez de quienes saben que en palacio es mejor estar en el lugar correcto… pero no demasiado tiempo. Mientras tanto, Godoy esbozó una leve sonrisa y desapareció con la elegancia de quien sabe que, por esta vez, había esquivado el golpe. Pero, ¿por cuánto tiempo?
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En resumen, el texto es una crítica mordaz a la España prenapoleónica, donde la vanidad y la intriga corroen el poder real. Combina historia y ficción para mostrar cómo la decadencia moral precede al colapso político. Diálogo cortante: Las frases de las damas son dagas envueltas en seda (ej: "la lengua sigue intacta, y en esta corte es lo único que se necesita para gobernar"). Humor negro: La reina arrancándose un diente para "no darles placer" a sus críticos mezcla lo grotesco con lo cómico. Ambiente claustrofóbico: Abanicos, frasquitos de esencias y doncellas mudas crean una atmósfera asfixiante, reflejando la opresión de la etiqueta palaciega.
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"La Gaceta Palatina"
Madrid, 15 de marzo de 1802
De la Vida Galante y Misterios de la Corte
¡Oh, lectores! ¿Quién no conoce a la Serenísima Reina María Luisa, cuya elegancia parmesana brilla en estos reinos? Nuestra augusta señora, de porte majestuoso aunque de semblante afilado, preside los saraos con trajes de brocado y joyas que emulan el resplandor del sol. Mas se murmura que tras su risa, oculta el vacío de su dentadura, malograda por su devoción a los pastelillos de almendra.
En Palacio, se comenta que Su Majestad, cual nueva Mesalina, dirige los hilos del poder entre bailes y confidencias con el Príncipe de la Paz, don Manuel Godoy. ¡Qué escándalo para los puritanos! Aunque los doctos aseguran que solo es consejo de Estado, el vulgo cuchichea sobre cartas ardientes y rendez-vous en los jardines de Aranjuez.
Su Alteza el Príncipe Fernando, de negro humor, clama contra el favoritismo de Godoy, mientras la dulce Totó, su esposa napolitana, yace pálida en sus aposentos. ¿Fue acaso un pastel envenenado enviado por la Reina? Los médicos callan, pero las damas de compañía juran que el malestar provino de un cólico... o de la melancolía de ver a su amado Fernando conspirar.
En los salones, la Duquesa de Osuna celebra tertulias con la Reina, aunque la de Alba, con su aire de gitana, prefiere retirarse a sus posesiones. ¡Ay, qué intrigas se tejen entre abanicos y susurros!
Así es la vida en la Corte de Carlos IV: un teatro de pasiones donde la Reina, entre dulces y diamantes, gobierna con mano de seda y corazón de enigma.
Firmado: Un Caballero de Intrigas
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