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lunes, 10 de marzo de 2025

Epílogo

EPÍLOGO: EL GRAN TEATRO DEL MUNDO (O CÓMO ESPAÑA SIGUE BAILANDO) Si el lector ha seguido con paciencia estas crónicas, habrá comprobado que la corte de Carlos IV no es sino un gran teatro donde cada personaje, con mayor o menor decoro, ha representado su parte en la farsa de la historia. Hemos asistido a tertulias que terminan en desbandada, funciones trágicas con finales cómicos, homenajes que derivan en catástrofes y bailes donde la dignidad ha quedado sepultada bajo los faldones de una duquesa distraída. Pero, ¡ah, qué importa! Pues en este juego de máscaras y carcajadas, queda claro que el arte de vivir no está en la solemnidad, sino en la capacidad de reírse de uno mismo. LA GRAN FARSA DE LA CORTE De todo lo narrado, podemos extraer algunas lecciones valiosas: De las tertulias: Que la Razón sucumbe ante la Sinrazón y que, si se mezcla literatura con Jumilla, el resultado es siempre impredecible. Don Andrés, con su loro profético y sus invitados ilustres, nos ha enseñado que la erudición se tambalea cuando irrumpen bandidos en pañales y poetas sin musa. Del teatro: Que la tragedia y la comedia son una misma cosa, separadas por un espectador desmayado o por un actor que olvida el texto. La Tirana ha demostrado que la dignidad de una gran actriz sobrevive a cualquier ridículo, incluso si la arrastran perros galgos en medio de un homenaje. De las fiestas palaciegas: Que la aristocracia puede jugar a la gallina ciega con la misma convicción con la que ignora los vientos de cambio. Que la Duquesa de Alba y la Duquesa de Osuna pueden reír con la misma pasión con la que conspiran. Que Goya sigue retratando la corte con una mezcla de sorna y genialidad. Y que, por mucho que la historia se tuerza, los españoles seguirán bailando hasta el final. LA ESPAÑA QUE SE RESISTE A CAER Sí, el mundo está cambiando. Napoleón afila su espada más allá de los Pirineos, las ideas ilustradas han encendido hogueras y el Antiguo Régimen cruje como una silla mal ensamblada. Pero mientras el destino empuja a la nación hacia lo incierto, nuestros personajes siguen bailando, riendo, discutiendo, declamando y sobreviviendo como mejor saben: con arte, con ingenio y con un inquebrantable espíritu de sainete. ¿Qué nos deja todo esto, querido lector? Nos deja la certeza de que, aunque los tiempos sean inciertos, la alegría persiste. Que, en medio de la tragedia, el español encuentra motivo para brindar, para declamar un verso picante o para reírse de sí mismo. Y que, cuando todo parezca perdido, siempre quedará un pintor dispuesto a inmortalizar el desastre con pinceladas magistrales. Así, con la corte bailando en Aranjuez, con los bandoleros en pañales planeando su próximo golpe, con Moratín frunciendo el ceño y con Godoy tratando de firmar tratados con los dioses, ponemos punto final a esta crónica. Pero no teman, que mientras haya España, habrá comedia. Y mientras haya comedia, el telón nunca caerá del todo. --- Reflexión a título personal: El teatro perpetuo de la historia y el arte de reírse en el abismo. El gran teatro del mundo (o cómo España sigue bailando) no es solo un cierre, sino un espejo deformante que refleja la esencia de una época y, por extensión, de la condición humana. Al retratar la corte de Carlos IV como una farsa teatral, el texto trasciende lo anecdótico para convertirse en una metáfora universal: la vida como un escenario donde el absurdo y la dignidad, la tragedia y la comedia, se entrelazan en un baile frenético. Pero más allá de la sátira, hay aquí una pregunta incómoda: ¿cómo sobrevive un pueblo cuando su élite se empeña en bailar sobre un volcán? La corte, con sus tertulias desbaratadas, sus homenajes ridículos y sus fiestas frívolas, encarna la desconexión de un poder que prefiere el espectáculo a la realidad. Mientras Napoleón acecha y las ideas ilustradas agitan Europa, la aristocracia juega a la gallina ciega, ignorando que el suelo se resquebraja bajo sus pies. Sin embargo, en esta crítica hay un matiz luminoso: la capacidad del pueblo español para reírse de sí mismo, para convertir el desastre en arte y la ironía en resistencia. Goya, con sus pinceles cargados de sorna y genio, es el testigo incómodo que inmortaliza no solo la decadencia, sino también la vitalidad de un espíritu que se niega a ser aplastado por la solemnidad. El texto plantea una paradoja fascinante: la frivolidad de la corte, aunque reprobable, es también síntoma de una energía creativa que florece incluso en los terrenos más estériles. Las duquesas que conspiran y ríen, los poetas sin musa, los bandidos en pañales o Godoy firmando tratados con los dioses son personajes de un sainete que, pese a todo, mantiene viva la chispa de la vida. ¿Acaso no hay en esta mezcla de tragedia y comedia un acto de rebelión? Reírse del poder, de las pretensiones intelectuales o de la propia miseria no es evadirse, sino desarmar al destino con una carcajada. Y aquí reside la lección más profunda: la historia no es lineal ni didáctica, sino un ciclo de caídas y reinvenciones. España, al borde del colapso con la invasión napoleónica en el horizonte, sigue bailando no por necedad, sino porque el baile es su forma de existir, de afirmar que la vida persiste incluso cuando todo parece perdido. El epílogo nos recuerda que las naciones no se definen solo por sus gobernantes o sus derrotas, sino por cómo sus pueblos transforman el caos en relato, el ridículo en memoria colectiva y el fracaso en semilla de futuro. Al final, la pregunta que resuena es: ¿qué nos salva en tiempos de incertidumbre? El texto sugiere que no son los discursos grandilocuentes ni las batallas épicas, sino el arte de encontrar luz en lo grotesco, de bailar mientras se navega en la tormenta. Hoy, como ayer, seguimos siendo actores en ese gran teatro donde la historia repite sus farsas. Pero mientras haya quien pinte el desastre con pinceladas magistrales, quien convierta el sinsentido en verso o quien se atreva a reírse de las máscaras del poder, el telón nunca caerá del todo. Porque en ese gesto —tan humano— de crear belleza desde el abismo, está la verdadera resistencia. En definitiva, este epílogo no es un adiós, sino una invitación a seguir bailando, aunque el mundo arda. Porque, al final, quizá la danza sea la única respuesta sensata a un universo que, desde siempre, ha preferido el drama a la razón. FIN (O QUIZÁ SOLO UN NUEVO COMIENZO). ---

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