lunes, 10 de marzo de 2025
Capítulo Séptimo
Capítulo séptimo.
Contexto histórico y literario: El texto refleja el ambiente prenapoleónico, donde la corte española era un hervidero de intrigas, apariencias y decadencia.
Situaciones como el toro de peluche, el galgo destruyendo el vestido de La Tirana, o Godoy aplaudiendo a destiempo, crean un tono cómico grotesco.
Referencias a Boccherini (músico de la época) y al Manzanares (río madrileño) enriquecen el marco histórico.
La tienda de Doña Antoñita (telas falsas, perlas de vidrio) simboliza una sociedad basada en ilusiones.
El teatro y las fiestas palaciegas son metáforas de un mundo donde las máscaras sociales ocultan vacío e hipocresía.
Goya dibuja caricaturas en vez de retratos idealizados, subrayando su papel como cronista de la decadencia.
La caída de La Tirana parodia el drama clásico, mostrando que el verdadero espectáculo está en el público.
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GACETILLA DE SOCIEDAD
TEATRO DE LOS CAÑOS DEL PERAL, AÑO DEL SEÑOR DE 1802
En el entramado de las calles madrileñas, donde las verdades se venden con el mismo descaro que las falsificaciones, se encuentra la tienda de Doña Antoñita Leicon. Un establecimiento donde las perlas son de vidrio, los encajes de dudoso linaje y la dueña, siempre en un estado de exaltación etílica que oscila entre la inspiración y el delirio. Allí, entre maniquíes cojos y sedas de orígenes cuestionables, hizo su aparición estelar la célebre actriz La Tirana, en busca de telas para un nuevo vestuario digno de arrancar suspiros y aplausos.
“Querida Antoñita, necesito un brocado que grite nobleza, pero que susurre un precio razonable”, declaró La Tirana, desplegando su abanico con la majestuosidad de una reina de los escenarios.
La dueña de la tienda, apoyada sobre el mostrador con una copa de vino de Jumilla en la mano, parpadeó con confusión. “Ah, mi estimada Tirana, aquí todo es auténtico… o al menos lo parece después de un buen trago”, respondió con una sonrisa ladeada y un leve tambaleo.
Pero antes de que pudieran cerrar el trato, la campanilla de la puerta anunció una entrada inesperada. A través del umbral apareció el legendario torero Pedro Romero, el héroe de los ruedos, acompañado de un peculiar acompañante: un toro de peluche que sostenía con la misma reverencia con la que se porta una reliquia.
“¡Buenas tardes, damas! Vengo en busca de una capa que me haga justicia… y algo para mi querido ‘Fandanguillo’”, dijo el diestro, acariciando la cabeza del bovino de felpa.
La Tirana, alzando una ceja perfectamente delineada, miró primero al torero y luego a su insólita mascota. “Caballero, ¿es una broma? ¿Un torero con un toro de peluche?”
Pedro Romero, imperturbable, respondió con gravedad: “Querida señora, después de tanto lidiar con bestias de verdad, he decidido que solo este pequeño me entiende.”
Lady Antoñita, ya en su segunda copa de vino y con una emoción creciente en los ojos, palmeó la cabeza del toro de peluche y exclamó: “¡Brindemos por la paz entre toreros y toros! ¡Y por las grandes fortunas que hacemos vendiendo trajes que parecen reales!”
La tienda, por un momento, se convirtió en un escenario de lo más pintoresco: una actriz regateando con arte dramático, un torero sosteniendo un toro de felpa como si fuera su talismán y una vendedora que, entre falsificaciones y tintos, tejía un imperio de apariencias.
En la corte de Carlos IV pueden reinar las intrigas, pero en la tienda de Lady Antoñita, el auténtico espectáculo es la vida misma.
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Si algo caracteriza a nuestra noble villa es la firme creencia de que el teatro es un reflejo de la vida. Aunque, en esta ciudad, es más preciso decir que la vida es un esperpento digno de teatro. Con ese noble propósito, la ilustre compañía de nuestra insigne actriz La Tirana presentó su nueva tragedia en el Teatro del Príncipe. Y, como no podía ser de otra manera, acudieron los ilustres personajes de siempre, en busca de cultura, entretenimiento y, para algunos, una excusa para murmurar en los palcos.
ASISTENTES AL FESTÍN DRAMÁTICO:
Don Andrés, anfitrión por costumbre, esta vez dispuesto a disfrutar sin que su mobiliario corriera peligro.
Manuel Godoy, con su mueca de estadista y un abanico prestado, listo para aplaudir si la obra favorecía sus intereses.
Francisco de Goya, cuaderno en mano, cazando gestos entre sombras para su próximo lienzo.
Leandro Fernández de Moratín, con la pluma afilada, dispuesto a diseccionar la tragedia... y a los trágicos.
Pedro Romero, notablemente ausente, pues el torero afirmó que prefería enfrentarse a seis toros antes que a una función de tres actos.
PRIMER ACTO: EL TEATRO ES UN CAMPO DE BATALLA
Los telones se alzaron y con ellos, las expectativas del público. La Tirana apareció en escena envuelta en gasas trágicas y declamó con tanto ímpetu que los candelabros titilaron de espanto. El texto, una tragedia clásica de pasiones y honor, fue recibido con fervor... hasta que Goya, con su habitual descaro, dibujó en su cuaderno una caricatura de la actriz en pleno lamento.
SEGUNDO ACTO: LA CRÍTICA, ESA DAMA INCLEMENTE
Moratín, con gesto ceñudo, susurró:—Tragedia noble, interpretación soberbia... pero el autor ha muerto en la primera escena.
Godoy, por su parte, aplaudió a destiempo y comentó en voz baja:—Una obra magistral. Lástima que no mencione a nuestro querido monarca. Quizá en la próxima se pueda incluir un homenaje a la paz que tanto esfuerzo me ha costado.
Goya, mientras tanto, seguía trazando su obra, esta vez inmortalizando la expresión desencajada de un caballero dormido en el palco vecino.
TERCER ACTO: UN FINAL INESPERADO
La Tirana, en el clímax de su papel, lanzó un grito tan desgarrador que un espectador en las primeras filas sufrió un vahído. Un murmuro recorrió la sala: "¡Se desmaya! ¡Un éxito absoluto!"
La obra concluyó con ovaciones y hurras, aunque algunas fueron, sospechosamente, por la destreza del ujier que reanimó al desmayado.
Cuando los asistentes salieron a la noche madrileña, Godoy ya planeaba encargar una tragedia que exaltara su figura, Moratín se prometía escribir un ensayo sobre la degeneración del gusto, y Goya, con media sonrisa, meditaba sobre cómo representar el esperpento de la velada en su próxima pintura.
Así transcurrió la noche en el Teatro del Príncipe, donde, una vez más, se confirmó que en la corte de Carlos IV la verdadera obra siempre estaba en el público y no en el escenario.
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POST SCRIPTUM: LA FIESTA EN EL PALACIO DE LAS VISTILLAS
La Duquesa de Osuna, mecenas de lo ilustrado y anfitriona infatigable, decidió que una noche de teatro no bastaba para honrar a La Tirana. Así que abrió las puertas de su suntuoso palacio para una velada donde el arte, la música y el vino fluyeran como el Manzanares tras la tormenta.
El convite reunió a los sospechosos habituales: Godoy con su agenda política, Moratín con su ceño fruncido, Goya con su cuaderno y Don Andrés con la resignación de quien prevé el desastre.
Todo comenzó con elegancia: brindis por la cultura, versos declamados, y un cuarteto de cuerda interpretando a Boccherini con serena armonía. Pero la serenidad no es propia de esta corte, y pronto la música fue opacada por el jaleo.
Goya, con unas copas de más, anunció que haría un retrato en vivo de La Tirana. Ésta, emocionada, posó con una teatralidad exagerada. Pero justo cuando el pintor comenzaba a dar forma a su obra, un grito alarmó a la concurrencia: uno de los perros de la Duquesa, un galgo inquieto, había decidido que la bata de la actriz era perfecta para un forcejeo. En un instante, la tela cedió y La Tirana, en un acto de auténtico dramatismo, cayó de espaldas sobre una fuente de frutas.
El silencio fue absoluto. Luego, una carcajada ahogada. Luego, otra. Y en segundos, toda la sala explotó en risas incontenibles. La gran trágica, heroína de las tablas, ahora yacía entre uvas y melocotones como una ninfa en apuros.
Godoy intentó salvar la dignidad del momento con un discurso sobre la fragilidad del arte, pero nadie lo escuchó. Goya garabateaba febrilmente la escena, Moratín escribía mentalmente su próxima sátira, y Don Andrés pedía más vino.
Al final, La Tirana se levantó, se sacudió los restos de fruta y, con el aplomo de una reina destronada, exclamó:—¡El espectáculo debe continuar!
Y en efecto, continuó... pero en otra parte, porque la Duquesa, entre risas, sugirió que tal vez era momento de dar la noche por concluida.
Finalmente, Don Andrés, con su elegancia habitual, se levantó y sentenció:
—Damas y caballeros, creo que hemos presenciado la última gran representación de nuestra cultura. Podemos retirarnos con la certeza de que nada, absolutamente nada, podrá superar esta noche.
Y, sin embargo, todos sabían que la corte de Carlos IV siempre encontraría la manera de superarse en despropósitos. Así terminó el homenaje a la gran actriz: con una caída, un galgo encantado de su hazaña, y Goya retratando, una vez más, el alma de España en todo su glorioso absurdo.
FIN DE LA GACETILLA.
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Conclusión:
El texto es una sátira brillante que, bajo su tono ligero, critica la España de Carlos IV: un reino donde el arte, la política y la sociedad se han convertido en farsas. Al retratar a figuras reales en situaciones absurdas, el autor (¿un alter ego de Moratín o Goya?) expone la decadencia de una época al borde del colapso histórico (la Guerra de Independencia, 1808). La frase final —"el alma de España en todo su glorioso absurdo"— resume esta visión desencantada pero lúcida.
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GACETILLA DE SOCIEDAD
MADRID, AÑO DEL SEÑOR DE 1804
Si algo distingue a nuestra ilustrada corte es su capacidad para convertir el arte en espectáculo y el espectáculo en leyenda. Y en este teatro de vanidades, ninguna figura ha brillado con tanto fulgor —y suscitado tantos susurros— como la insigne actriz María del Rosario Fernández, La Tirana, cuyo nombre aún resuena en los corredores del Príncipe y la Cruz, a un año de su trágica partida. Acompañémosla en esta crónica, donde también comparece el célebre literato Leandro Fernández de Moratín, faro de las letras ilustradas y crítico implacable de cuanto huele a exceso barroco.
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LA TIRANA: DE SEVILLA A LOS REALES SITIOS, UNA TRAVESÍA DE PASIONES
Nacida en el bullicioso barrio de Triana, en Sevilla, en 1755, La Tirana —apodada así por su matrimonio con el actor Francisco Castellanos, «El Tirano»— comenzó su ascenso como un cometa en los cielos del teatro español. Formada en la escuela de Pablo de Olavide, donde se respiraban aires de renovación neoclásica, pronto destacó por su voz arrebatadora y su presencia magnética, cualidades que la llevaron a los Reales Sitios bajo el mecenazgo del conde de Floridablanca.
Su repertorio, tan vasto como contradictorio, abarcaba desde las tragedias de Racine hasta los dramas de Calderón, fusionando la solemnidad francesa con el ardor hispano. Goya, siempre atento a capturar el alma de su tiempo, la inmortalizó en dos retratos: uno como la reina Gelmira, de mirada hierática, y otro donde su semblante ya delataba los estragos de la enfermedad que la alejaría de las tablas.
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MORATÍN Y LA TIRANA: ENTRE EL ELOGIO Y LA SÁTIRA
El señor Moratín, adalid del buen gusto y enemigo declarado de los excesos declamatorios, no pudo evitar cruzar su pluma con el talento de La Tirana. En sus crónicas, elogiaba su «estilo fantástico, expresivo, rápido y armonioso», aunque añadía, con sorna ilustrada, que con él «obligó al auditorio a que muchas veces aplaudiese lo que no es posible entender».
La rivalidad entre neoclásicos y tradicionalistas se encarnaba en esta pugna: mientras Moratín abogaba por la contención y el decoro, La Tirana electrizaba al pueblo con su «tono enfático y ampuloso», arrastrando incluso a los más recalcitrantes a ovacionar escenas que, según los puristas, «debían quedar en el olvido». Cuentan que, en una función de La esclava del Negro Ponto, su interpretación fue tan apasionada que un caballero de las primeras filas exclamó: «¡Esto no es actuar, es poseer el alma del personaje!».
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UN DIVORCIO ESCANDALOSO Y UNA RETIRADA PRECIPITADA
La vida privada de La Tirana fue tan dramática como sus papeles. Su matrimonio con Francisco Castellanos derivó en un pleito de divorcio que sacudió la corte: acusaciones de maltrato, prostitución forzada y adulterio llenaron los tribunales, aunque la sentencia —como dictaban los usos de la época— obligó a la pareja a una separación temporal sin romper el vínculo.
En 1793, durante una representación de Asdrúbal, un vómito de sangre la obligó a abandonar el escenario para siempre. La tuberculosis, esa dama inclemente, había decidido escribir su último acto. Retirada en su casa de la calle del Amor de Dios, rodeada de los ecos de su gloria pasada, falleció en 1803, dejando tras de sí un legado tan brillante como enigmático.
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EPÍLOGO: ¿MITO O MUJER?
Hoy, mientras el señor Moratín prepara su ensayo sobre la degeneración del gusto teatral, y Goya bosqueja los trazos de una España que se desangra entre luces y sombras, La Tirana pervive en el imaginario colectivo. ¿Fue una víctima de su tiempo, una heroína que desafió convenciones, o un mero juguete de las intrigas cortesanas? Las crónicas futuras juzgarán, pero mientras tanto, sus admiradores aún susurran en los mentideros: «Ella no actuaba: *era* la tragedia».
FIN DE LA GACETILLA
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